25.11.11

josefina

Y Josefina intentaba no llenarme de humo el cuarto.
La primera vez, vergonzosa, me pidió que salgamos que tenía ganas de fumar.
- Si querés fumar podés hacerlo acá
- No, en serio, salgamos
- Pero querés salir y fumar o querés salir para fumar.
- Necesito fumar en realidad.
- No seas boluda, está todo bien.
Ir a la búsqueda de un cenicero en una casa donde nadie fuma significa encontrar el tesoro de un árbol especial en un lugar donde hay muchos pero muchos árboles similares, o algo así. Además, con la leve diferencia de que se puede cambiar toda la perspectiva que se tiene desde la infancia. Tal vez alguno de los adornos de la mesita del living, tal vez alguno de esos que cuando era chico tiraba al suelo cada dos por tres, uno al que nunca le haya encontrado una utilidad más que la de controlar mis movimientos para no tirarlo al suelo. De solo pensar en tener que ponerme el pantalón para ir a buscar algo que se asemeje o sea un cenicero encubierto, más lo que significaba una búsqueda del tesoro para cambiar un paradigma de utilidades de adornos de mi niñez, me daba pereza. Levantarse, vestirse, para qué, sí acá estamos bien.
- Tomá
- Pero es una taza
- Sí
- No, dale, vamos afuera.
- Vos querés fumar, acá no hay ceniceros, tomá.
- Pero no seas boludo,
- Se lava, no es difícil. Como si nunca en tu vida hubieses usado un no cenicero.
- Pero es tu casa, y no da.
- No jodás Josefina.
Pero creí que estábamos bien. Ahí acostados, acá viendo el ventilador correr. Creí que era una comodidad que nadie debería romper. Pero ella no creyó lo mismo, o tal vez sí, se levantó. Ya no había una sábana tapando parte de su cuerpo, ya no estaba esa imagen trillada. Ahora estaba ella sentada al lado de la ventana, con una pierna levantada, su mentón sobre la rodilla.
A lo largo del tiempo, desde el quinto cigarrillo que se prendió, o el sexto o el séptimo o alguno de los que entraron en la cuenta perdida, desde algún momento que no recuerdo el momento exacto, el humo dejó de ser en mi vida algo sólo causaba el fuego de destrucción y los autos. Por momentos me divertía viendo el humo salir de su nariz, me divertía cuando me miraba y al humo lo sacaba por su fosa nasal izquierda, algo que hasta el momento nunca vi que alguien más lo haga. A veces por la derecha, pero la mayoría por la izquierda. Cuando no se quedaba callada, me gustaba contar entre que pitada y pitada le cambiaba la voz. Por segundos o por minutos dependiendo las pitadas. Si fumaba rápido, si estaba apurada, entre la quinta y la octava. Si fumaba lento, la voz ligeramente cambiada le duraba más, entre la sexta y la décimo primera. A veces se quemaba los dedos, no sé cómo, pero se quemaba los dedos y no se quejaba. Al contrario, nunca lo hablamos, pero creo que lo hacía porque le gustaba sentir esa especie de ardor en las yemas.
A veces fumaba mucho, a veces poco. Dependiendo sus ganas, su sueño, la hora del día, el calor o el frío, se sentaba al lado de la ventana. Algo que siempre me generó una especie de ternura es que se acercara a la ventana para no llenarme de humo el cuarto. Un par de veces, se sentaba en el suelo, o se acomodaba un poco en la almohada, cuando hacía frío más que nada. Por algún motivo que desconocía y nunca quise saber, y mejor así tal vez, siempre con timidez preguntaba si podía fumar. Nunca de “sopetón”, si me veía con toz preguntaba dos veces, si hacía frío y sin poder tener abierta la ventana también preguntaba más de una vez.
Un día quise comprarle un cenicero, no sabía dónde porque nunca había comprado uno, porque nunca me pregunté dónde comprarlos. Me terminé acercando a uno de esos supermercados enormes, los que tienen desde el lápiz labial más chiquito hasta televisores que ya no son más televisores para ser simples pantallas planas y largas. Después de tanto buscar, en esa especie de incertidumbre que generan los lugares así, mundos adentro del propio mundo, esos lugares que generan una especie de paranoia y a la vez satisfacción, claustrofobia y a la vez curiosidad por recorrerlos por ser tan grandes, en esos lugares que nunca pero nunca te acordás de dónde estaba tal cosa, encontré ceniceros. Muchos, la mayoría todos iguales.
Pero algo, algo me hizo cerrar los ojos, ver una ventana en medio de esos pasillos infinitos y la vi. Josefina sentada al lado de la ventana, con una pierna levantada y el mentón apoyada sobre la rodilla. Y una taza. Entrar con intención de comprar un cenicero, estar perdido y cuando me encuentro, salir sin haber comprado nada.
Al final, cuando no había taza, y tampoco había temor de romper la comodidad levantándome, incursionaba en la mesita del living. En particular hay dos objetos que antes cuidaba de no tirar, que empezaron a servir como ceniceros. Y ese paradigma que no quería romper la primera vez por comodidad, cambió la perspectiva de la mesita del living y sus componentes. Pasar del no tener que correr o del tener cuidado para no romperlos y quebar la percepción de living familiar, a cuidarlos para ponerlos bajo su mano derecha.

1 comentario:

  1. Yo me acuerdo de Josefina. La imagen que das de ella sigue siendo muy linda.

    ResponderEliminar